© Alejandro Méndez

Anillo


Dejó el anillo de casamiento sobre la mesa de trabajo. Estaba tan ansioso que se cortó la mano con la tijera, dejando algunas gotas de sangre sobre la bolsa de clavos. La miró a Patricia y puteó en voz alta, con una intensidad inusitada y una destinataria que no era la tijera desafilada, sino la impasibilidad de su mujer.
Se conocían desde muy chicos, habían ido al mismo colegio y vivían a escasas cuadras uno del otro. El noviazgo fue casi un desenlace natural, promovido por el think tank de familiares y amigos que no cejaron hasta verlo coronado en el altar de la capillita de Santa Clara del Mar.
Fernando no era feliz con Patricia, y el sexo se había convertido en una carga penosa, más que en un acto gozoso.
Fernando siempre recordaba a su gran amigo de la infancia, el chueco Toloza. Ambos eran hijos de oficiales de la marina, y admiraban por igual a sus rígidos padres. El chueco era muy hábil y le había transmitido a Fernando su pasión por las tareas manuales. Armaban barcos, kartings, barriletes, patinetas. Se pasaban las tardes enteras en el galpón de herramientas. Ya adolescentes buscaron diversión y chicas en la cercana Mar del Plata. Eran inseparables y sus conversaciones duraban horas, la mayoría de ellas escondidos en algunas de las carpas vacías del balneario Simbad.
El chueco era alto, pecoso y con un cuerpo atlético y contundente, producto de su pasión por el deporte. Fernando en cambio era menudo, con una contextura débil agravada por los constantes ataques de asma, los que mágicamente desaparecieron cuando cumplió 18 años.
Fernando adoraba al chueco, era una devoción silenciosa que por las noches se transformaba en ceremonia masturbatoria. Nunca cogieron, ni siquiera Fernando sabía que eso que le pasaba era deseo en su forma más pura. Cuando trasladaron al padre del chueco a Ushuaia, perdió para siempre a este amigo, refugiándose en las pizzas caseras y el sexo sin reservas que le ofrecía una incondicional Patricia.
La tarde en que se cortó la mano, había estado mirando una página porno. Eligió a uno de los muchachos, cuyo nick era Simbad, y que estaba en el box de cámaras “en vivo”. Como un fogonazo apareció en la pantalla el chueco Toloza, ridículamente desnudo y con una gorra de marinero pajeándose mecánicamente con la vista en blanco.
Un sentimiento contradictorio lo atravesó. Por un lado una gran decepción al ver a su adorado amigo convertido en un Onán rentado, y por el otro una felicidad indescriptible porque había decidido que esa misma noche iba a dejar a Patricia.
El anillo que había quedado sobre la mesa también estaba salpicado con sangre.



*

Elogio de lo pequeño

Primer plano sobre un papelito arrugado con el listado de canciones. La cámara sigue morosa las alternancias de zapatos, micrófonos e instrumentos musicales.
Una espalda que apenas se mueve, una voz que pide permiso, pequeña, concentrada, encantatoria:

I got caught in a storm/ and carried away /I got turned, turned around.

Con suma lentitud se puede ver su perfil enmarcado por un cabello cortísimo y el brillo intermitente de un discreto pendiente de plata.
Los ojos cerrados, las manos volando, y una media sonrisa de una gentileza infinita. La gracia en forma de mujer.

Soon this space will be too small / All my veins and bones will be burned to dust / you can throw me into / a black iron pot / and my dust will tell / what my flesh would not.

Y cuando uno ya se resigna a no conocer el rostro, sabiamente el camarógrafo nos devela una presencia estremecedora que traspasa la palabra, la voz, el cuerpo.

Sur la marée haute / Je suis montée / La tête est pleine / Mais le cœur n’a / Pas assez…

La mayor parte del tiempo con los ojos cerrados, buscando algo en el espacio, en el afuera y atrayéndolo hacia ella. Como si enhebrara una partitura no escrita aún. Con extrema humildad, plantando notas sopesadas en el aire, cargadas de electricidad y devueltas en forma de rezo musical.
Ella nos mira como si fuera la primera vez, y conciente de esa intensidad, baja la vista.
La cámara se vuelve a perder en sus manos ligeras y musicales, y se funde en la mirada mesmerizada del público.

Why don’t you ask me/ How long i’ve been waiting / Set down on the road / With the gunshots exploding / I’m waiting for you / In the gloom and the blazing / I’m waiting for you…

Ni una sola lágrima. Exhala las últimas notas de una nueva canción con la precisión de una trapecista concentrada en la cuerda que la sostiene. Delicadamente se detiene, y ofrece una sonrisa.

Llegarás mañana / Para el fin del mundo / O el año nuevo / Mi esqueleto baila / Se atavía de nuevo / De su traje de carne / Su peinado de fuego / Salgo a encontrarte a medio / A medio camino…

Ya sabe que su fin está próximo y en lugar de optar por la rabia; decide ofrendar, poner toda su humanidad en una entrega exquisita. Agradece con las manos, con la voz, con la mirada, con el silencio.

He venido al desierto pa´ irme de tu amor, / ¡Que el desierto es más tierno y la espina besa mejor!/ He venido a este centro/ de la nada pa´ gritar...

Éste fue uno de los últimos recitales que dio, en Abril de 2009, en un pequeño departamento de Montreal, para un reducido público; cuando la enfermedad ya había tomado el señorío de sus huesos.

Pese a lo extraño de su conformación, su nombre nunca me había provocado curiosidad.
Un cd escuchado en una fiesta bulliciosa, hace unos cuantos años, una noche de enero, tampoco me retuvo de esa manera especial con que algunos cantantes nos interpelan.
Como algunos libros que a veces se nos muestran esquivos, pese a las recomendaciones de amigos y críticos, y a los cuales recién sucumbimos en los momentos menos esperados; así, tardíamente, se me reveló esta trovadora excepcional.

Lhasa de Sela: una voz que podía flotar en varias lenguas. Español, francés e inglés. En esta última lengua era donde su voz adquiría la mayor profundidad, una riqueza de matices y un fraseo proveniente de las entrañas.

My song is so so small / My song is so so small/ I could get down and crawl/ Searching from Wall to wall/ And never see anything at all.


En pocos meses hice una carrera contra-reloj para conseguir todos sus discos, mientras ella hacía otra mucho más definitiva, para detenerse, exacta, el 1 de enero de 2010.

Después de su muerte, en la ciudad de Montreal nevó por más 40 horas seguidas; prueba de que la naturaleza también puede ser coreográfica.

*

Publicado en el número 22 de la revista virtual RULETA CHINA

**

Hollywood a la vuelta de la esquina

Detesto ir al banco y hacer largas filas para cumplimentar trámites kafkianos. Me siento una cucaracha que sigue el paso de otras cucarachas igualmente aturdidas y disciplinadas. Esa mañana, era “el día después” de la entrega de los Oscar, así que estaba con mucho sueño por la trasnochada.
Tres niños esperaban a su madre, mientras ésta terminaba de pagar unas boletas. El más pequeño tomó un papel y armó un avioncito, frente a los gritos exultantes de sus hermanos.
Tomó envión y con tan mala puntería que el juguete casero fue a depositarse en la cabeza del cajero que sobresaltado no sabía si se trataba de un asalto o un mosquito insidioso, y con furioso gesto se lo sacó de encima.
El avión finalmente terminó en el bolsillo de mi mochila. Los chicos con la madre desaparecieron si dejar rastros. Abrí el papelito y era una promoción dos por uno, de un restaurant cercano que ofrecía sushi más pantalla gigante para ver los Oscar.
Abandoné el banco, y me detuve en el kiosco de diarios, ya se podían ver las primeras revistas, y todos los diarios con las consabidas fotos de la entrega de los premios. Llamó mi atención el diario El País: en la portada estaba la españolísima Penélope Cruz, con la estatuilla dorada en las manos, la misma que la noche anterior había hablado en un inglés que no tuvieron ni siquiera mis primas de La Coruña en sus peores momentos de su curso a distancia.
Antes de llegar a mi casa, pasé por un negocio ¨Todo por dos pesos¨ y en la vidriera junto con las fuentes de Feng shui, había unas pequeñas y horrendas reproducciones del Oscar hechas en plástico barato.
A la tarde fui al gimnasio, y nuevamente el tema de conversación no fue otro que el de los premios, el vestuario y la infaltable alfombra roja.
En la clase de power flex, en la que soy el único varón, rodeado de mujeres menopáusicas que apenas pueden flexionar la pierna, una de ellas comentó que había soñado con Hugh Jackman. Estaba tan entusiasmada con la charla, que se olvidó que en su mano tenía una mancuerna, y cuando levantó su brazo llevó en alto a la pequeña pesa, casi como si fuera una estrella de cine agradeciendo el lauro a mejor actriz de reparto. Parecía Sophia Loren, hasta tenía su mismo color de piel, el que a su vez se asemeja cada vez más al bronceado con soplete de su admirado diseñador Valentino, y también llevaba una peluca como la diva italiana parecida a la melena de Clarence –el león bizco de la serie televisiva Daktari-
Era evidente que todo se había teñido de una pátina hollywoodense, y que mi mirada estaba contaminada. La entrega de los Oscar es un clásico que todos los años reúne a millones de televidentes en el mundo entero.
El secreto de su constante atracción quizá sea que en una sola noche la magia del cine se potencia de manera tal que llega a encandilar a un público sediento de la utopía del séptimo arte.
Este año, a pesar de la tan cacareada crisis global, las limusinas negras volvieron a transportar a glamorosas divas, enfundadas en vestidos de marcas exclusivas; acompañadas por varios guardias de seguridad de las joyerías que les “prestaron” las bagatelas que pendían de sus orejas o ceñían sus farandulescos cuellos.
La noche anterior, un grupo de amigos nos habíamos reunido en casa para ver la ceremonia. Cada uno tenía una hojita donde anotaba a sus favoritos, para hacer sus apuestas. Mi amiga Fabiana, adoradora de la moda y arquitecta frustrada quedó enamorada del vestido que llevó Kate Winslet. Es más, mientras miraba de reojo la tele, encendió mi laptop y con el autocad empezó a dibujar el vestido. Estaba entusiasmadísima y me pidió que la acompañara, en la semana, a mirar telas por el Once.
Todos quedamos estupefactos con el irreconocible Mickey Rourke –más cerca de la caricatura que del gesto humano, y en la línea quirúrgico-alienígena de Michael Jackson-; aunque Beyoncé no se quedó atrás y fue tildada por mis amigos de jarrón humano, al igual que otra actriz ignota que llevaba por indumentaria una especie de origami futurista. Recordábamos que estos vestidos podrían perfectamente acompañar a los estrambóticos modelitos que solía lucir Cher; al cisne rosado, imposible de olvidar, que llevó puesto Bjork unos años atrás; o al pavo real que como espaldar de un no menos esperpéntico vestido detentó la humorista Margaret Cho.
Cada uno tenía sus favoritos, y hubo pocas coincidencias. La única unanimidad de la noche fue con la peli de Danny Boyle: Slumdog millonaire, así que aplaudimos rabiosamente cuando la Academia decidió premiarla como mejor película. Era conmovedor ver por la televisión a los vecinos del actor hindú y protagonista de la película mirar en un barrio bajo de Bombay, todos sentados en la calle y frente a una t.v. colocada sobre un tacho de basura, la entrega de los Oscar.
Trasnochamos hasta ver hasta el último minuto de transmisión, después cada uno partió raudamente a su casa.
En la mesa del living quedaron nuestras planillas con las anotaciones, junto a la pizza fría y el control remoto, esperando hasta el año próximo.

*
Publicada en la revista BAG

**

Second Life

Un domingo por la tarde, cansado de estar frente a la computadora, decidí salir a dar una vuelta por el barrio.
Mi novio dormía la siesta (digo novio, pero no sé muy bien cómo llamarlo: “pareja” me parece muy psicobolche, “marido” muy en la lógica de los roles heterosexuales), y nuestra gata revisaba con minuciosa escrupulosidad las bolsas del supermercado.
A pocos metros de casa está la sede de Perfecta Libertad, una religión japonesa con raíces budistas.Estaban haciendo una gran kermesse, con feria del plato, sorteos, y hasta una exhibición de ikebana.
Ingresé y no me pude resistir al olorcito que venía de la parrilla. Me comí un choripán preparado por el asador correntino, que además es un experto en orquídeas, y tiene el grado de hokyoshi (es el asistente del reverendo).
En el salón había karaoke, donde unas chicas imitaban a Shakira sin demasiada gracia ni afinación. En el escenario el reverendo acomodaba una cartulina donde estaban escritos los preceptos fundamentales de esta religión, y en un costado, algunas mujeres pertenecientes al “Departamento de Damas” y que siguen el curso “Camino de la esposa”, practicaban la ceremonia del té.
Después de ver las previsibles ikebanas de señoras con buenas intenciones, y óptimo manejo de un kitsch inocente y barrial; salí de la kermesse y caminé derecho por Yrigoyen hasta Sarandí, doblando luego a la derecha.
No había nadie y todo tenía el aspecto de una escenografía cinematográfica.
Me puse los auriculares de mi mp3 y el efecto cine fue total. Cuando tarareaba un tema de Architecture in Helsinski (sirve de cortina para la publicidad de tortas Exquisita) divisé una casa con aspecto de feria americana. Me asomé al portón verde, y leí la placa de bronce que decía: Emaús.
Entré y había mucha gente revolviendo la ropa, buscando un look moderno sin gastar las sumas siderales de Palermo Soho.
En el jardín unos pajaritos escuálidos picoteaban las migas que dos chicos pecosos le habían tirado,mientras la rolliza madre estiraba hasta límites insospechados un diminuto vestido floreado, seguramente con la secreta esperanza que le entrara.
Me calcé nuevamente los auriculares, y seguí con mi modesta película, dominguera y de bajo presupuesto.
Es impresionante la mezcla de estilos que se advierte en las fachadas de las casas; algunas modestas y a medio terminar. Otras pretenciosas, mezclando en pocos metros cuadrados lajas tipo chalet de los Troncos, ladrillo a la vista, azulejos decorados, mármol, puertas con herraduras doradas y varios enanos de jardín. Tampoco faltan las edificaciones nuevas para jóvenes: pequeños departamentos de pésima calidad de aspecto minimal, y salón de usos múltiples.
Las más lindas son las casas antiguas, con puertas fabulosas y ventanas enormes que dejan ver ambientes amplios y confortables.
En medio de este aquelarre arquitectónico, encontré una casita con aspecto de pagoda. Era la Asociación Budista Argentina, y su templo Hompa-Honganji. Estaba cerrada; aunque se veían unos ojitos que indagaban desde el balcón del primer piso, y un gato negro que se paseaba por el falso tejado.
En una esquina, y como prueba del cosmopolitismo de esta ciudad, advertí el restaurante de la comunidad paraguaya. Estaba repleto de gente, y se escuchaba una banda que tocaba en vivo, mientras la gente se reía y comía. Los vidrios de las ventanas estaban empañados, y en el extremo superior izquierdo de la última, había una calcomanía gigantesca y multicolor del lago de Ipacaraí.
Absorto en la contemplación de esta escena, pisé una baldosa floja y trastabillé, cayendo frente al impasible mozo del restaurante paraguayo, que lanzó una seguidilla de palabras guaraníes, que a mí se sonaron a burda chanza.
En la cuadra siguiente pasé por dos pequeños teatros independientes, y una guardería infantil decorada con mariposas de yeso, pintadas por maestras jardineras espásticas y daltónicas.
Al llegar a avenida San Juan, doblé y apuré el paso para volver. Me detuve en un edificio enorme y derruido, porque en el cantero había una pequeña placa en cerámica blanca, recordando a un vecino desaparecido en la nefasta dictadura.
Cuando llegué a casa, Gustavo estaba absorto en la computadora con su nuevo descubrimiento llamado Second Life. Es un programa que crea un mundo virtual, donde cada participante elige una identidad bajo la forma de un “avatar” e interactúa con los otros. Los avatares son personajes en 3D completamente configurables, como así también los lugares que recorren. Se puede chatear, y hasta tener sexo virtual, entre otras cosas. Además su segundo atractivo más importante, es la posibilidad de crear objetos e intercambiar diversidad de productos virtuales a través de un mercado abierto, que tiene como moneda local, el Linden.
Saludé, pero ni siquiera me contestó, y eso que traía las medialunas de su panadería preferida.
Cada uno a su modo había decidido esa tarde de domingo salir a recorrer diferentes mundos posibles; yo con la ayuda de mis piernas, Gustavo con el mouse.
*
Publicada en la revista BAG.

**

Sección contactos

Año ’86. La revista se llamaba Diferentes y se vendía en los quioscos dentro de una bolsa de plástico. Lo más interesante era su sección de contactos. Se podía publicar un pequeño aviso, con una descripción somera del tipo de hombre y de relación que uno pretendía. Ese aviso llevaba un código y los interesados remitían su correspondencia (no había e-mail) a la redacción de la revista, que luego se ocupaba de la distribución de las cartas.

Publiqué un aviso. Al mes llegó a mi casa de Ramos Mejía, en la que aún vivía con mi madre, un enorme sobre papel madera con más de 100 cartas.

Todavía no me explico cómo me animé a hacer semejante movida. Supongo que el fuerte deseo de estar con otro hombre, las hormonas de los 20 años en ebullición y las ganas de independencia hicieron su trabajo.

Con las cartas en mi poder, me encerré en el baño para efectuar una preselección. Aprovechaba los momentos en que mi madre estaba en el trabajo para hacer mi tarea.

De las 5 cartas que elegí, la más llamativa era la de un tal Sergio. Era el único que se había atrevido a acompañar una foto. Era bellísimo.

Vivía en Brasil, pero estaba por un tiempo en la Argentina, ocupando un atelier en San Telmo.

Fue amor a primera vista, y durante un tiempo fuimos muy felices.

Nos encontrábamos todos los fines de semana y la cosa iba en aumento, tanto que habíamos decidido vivir juntos en Brasil. Al cabo de unos meses Sergio volvió a Río de Janeiro y seguimos la relación epistolarmente, pero manteniendo la promesa de convivencia.

Un sábado a la mañana un timbrazo me despertó. La primera impresión fue de alarma, porque las cartas de Sergio siempre venían en pequeños sobres blancos y ahora llegaba uno enorme con la catastrófica leyenda oblicua en azul y rojo: “Vía aérea”. Mi instinto me indicaba que ahí adentro no venían buenas noticias.

Efectivamente, casi como en un telegrama, Sergio me decía que no viajara a Brasil, que se había enamorado de otro, y que en unos días se iba a París porque un galerista había quedado deslumbrado con su obra e iba a armarle una nuestra en la Ciudad Luz.

Vi mi destino en manos del cartero (un Cupido discípulo de Marshall MacLuhan): el mismo que me trajo la carta que me permitió conocer el amor, me traía ahora la epístola del amargo desenlace.

Lloré a mares, pero le agradecí a Sergio la franqueza; porque este incidente amoroso fue un punto de inflexión en mi vida. Como dijo Hercules Poirot, el célebre detective de Agatha Christie: “La verdad es todo aquello que patea el tablero”.

*


Publicada en el Suplemento Soy, de Página 12. [12/09/2008]

http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/soy/1-312-2008-09-15.html


**

Vernissage

Salí de casa temprano, para ir al vernissage de Leopoldo Estol, en la galería Ruth Benzacar.

Entré a la sala, después de sortear a los vendedores ambulantes y puestos de artesanías de la calle Florida, con muchas expectativas y un apetito voraz.

La primera impresión que tuve fue la de estar frente a una colorida amalgama de imágenes, con un atractivo visual irresistible.

Leopoldo Estol es un artista joven que vengo siguiendo desde hace tiempo. La muestra se llamaba “Las mañanas del mundo” y estaba conformada por una serie de instalaciones, muy en el estilo de Thomas Hirschhorn. Estas obras se desplegaban en infinidad de registros más o menos íntimos. Una multitud de objetos de uso cotidiano, dispuestos en un aparente desorden: una notita dejada en el portero eléctrico, una lata de gaseosa estrujada, recortes de periódicos, etc.
El lugar desbordaba de gente, y la mezcla de público era de lo más heterogénea.

Señoras de Barrio Norte, con peinados de peluquería, trajecitos sastre comprados en Claudia Larreta, y zapatos haciendo juego.

Un combo de colágeno, y rictus de frustración pequeño-burguesa, aderezado con un leve indicio de pertenencia al circuito del arte.

Este indicio podía consistir en una bolsa/cartera con el logo del MOMA, o una boina negra de costado.

Otro sector estaba compuesto por cincuentones divorciados (psicólogos, sociólogos, historiadores del arte, antropólogos), vestidos de negro, con ropas un poco raídas y zapatos sin lustrar, más el plus indispensable de anteojitos con marcos negros.

Éstos miraban las obras con desgano, interrumpiendo su lenta peregrinación, con comentarios agrios y con palabras extrapoladas de diccionarios filosóficos de los años ´60.

También había yuppies venidos de los countries, impecablemente vestidos, con trajes de Hugo Boss o Armani, en compañía de sus platinadas novias, cuyos nombres curiosamente comenzaban con M: María Pía, Majo, Malala, Maru, Mechi.

Estas chicas no tomaban champagne, y su lenguaje gestual se correspondía más a un desfile del BAF-WEEK que a una exhibición de arte contemporáneo.
El grupo más colorido era el de los “modernos”. Hacían gala de un derroche de ropas de feria americana, tuneadas con un look de hospicio psiquiátrico.

Las mujeres ocultaban su costado sexy, con polleras a la rodilla, y zapatos de reformatorio. Los hombres estaban prolijamente desaliñados. Barba de tres días, pelo revuelto y sucio, mirada empastillada.

Algunos grupos minoritarios: darks, gays intelectualoides con riñonera incaica, lesbianas con remeras con el logo “potencia tortillera” y la cabeza rapada, pibes de barrio en busca de alcohol gratis, empresarios con cuadros de Kuitca en su living combinando con el sofá que compraron en Ikea.

Todo este tumulto formaba parte de otra obra de arte; si se quiere de una instalación o de una perfomance grupal o de un muestrario sociológico en estado bruto (a gusto del consumidor).

Mientras observaba algunas de las instalaciones, vi entrar a una mujer de una edad indefinida. Podría tener 60, 70 u 80 años. Vestida con un tailleur violeta super-ajustado; stiletos de 15 cms, medias negras, y una cara que sería la envidia de Orlan.

Su rostro era una máscara tensada por cuerdas invisibles, que apenas habían dejado espacio para los orificios de los ojos, boca y nariz.

Su voz, aguda y nasal, invadió toda la sala, y se dirigió certera a la directora de la galería; moviendo ampulosamente las manos.
-¡Orly, qué buena colgada!-

Después supe que este comentario era para la muestra de Flavia Da Rin, que estaba en la otra sala de la galería. Junto a esta exclamación, se mezclaban otros comentarios.

Un grupo de yuppies denostaba violentamente las retenciones móviles a las exportaciones de soja; mientras que un señor con aspecto de funcionario decía: -El tango es la soja de los porteños-
Cuando apareció la primera bandeja de saladitos mi corazón se llenó de alegría, pero una chica dark me ganó de mano, seguida por una nube de señoras anoréxicas que se avalanzaron sobre el mozo, que casi trastabilla.

Sólo pude rescatar una copa de champagne; así que haciendo malabares fui hacia donde estaba Leo Estol, para saludarlo.

Una voz me retuvo –¿Nos vimos en el vernissage de León Ferrari o en el Malba para lo de Tarsila do Amaral?-

Me di vuelta y era Holy; una asidua concurrente a estos eventos. La saludé rápidamente, pero no pude avanzar porque me encontré con un compañero del gimnasio, el que nunca sospeché como interesado en el arte; más bien lo hacía adicto a la creatina.

Pasadas las once, estaba absolutamente borracho, y Leo Estol ya se había retirado. Casi no quedaba gente. En el medio de la sala estaba Holy, hablándole a un conocido artista vernáculo, amante de los ovnis y las drogas pesadas.

Con la poca dignidad que me quedaba salí y enfilé para el Florida Garden. Pedí un cortado, que el distraído mozo apoyó sobre el catálogo de Estol.

Una mancha de café desdibujó las letras de su nombre, mientras por la ventana del bar observaba una Buenos aires tan fantasmal como mágica.


Publicada en Bag Magazine

*

En otra vida, en otro lugar

El cuadro de situación era el siguiente: gripe con un poco de fiebre; y la orden del médico, terminante: “tres días de reposo absoluto”. Ante este panorama me llevé la laptop a la cama, y me dediqué a leer los diarios, chusmear mis blogs preferidos, y andar a la deriva por internet.

En pocos minutos estaba viajando sin salir de mi casa. Recordaba momentos de mi infancia, cuando me acostaba con el atlas en la mano, señalando países lejanos, recorriendo con la vista puntitos que eran ciudades con nombres exóticos, mares pequeños y azules, montañas con alturas escalofriantes, como “la montaña asesina” o Nanga Parbat de 8.125 mts.

Acudió a mi memoria aquella noche que víctima de mi sonambulismo escalé la biblioteca, y amanecí sepultado por la colección completa Robin Hood, mientras mi mano había quedado como un señalador, en la página 38 del atlas, marcando involuntariamente la isla de Krakatoa. O aquella otra noche en la que mi madre y mi hermano intentaron detener mi huida cinematográfica y pesadillesca, pero sólo lograron quedarse con la manga del pijama; y yo semi-desnudo recitaba la carta del elefante abandonado Dailan Kifki de María Elena Walsh.

En el maravilloso random que implica navegar por internet, aderezado con el clima de irrealidad que me aportaban los 38º de fiebre, me encontré leyendo la increíble noticia del motociclista checo Matej Kus. Se golpeó la cabeza tras un accidente en una carrera en Australia, y quedó inconsciente durante 45 minutos, al despertar en la ambulancia hablaba fluidamente en inglés con los médicos. ¿Dónde está la noticia? Matej sólo hablaba en checo. No hablaba inglés, salvo algunas palabras aisladas y muy básicas. Peter Waite, el promotor del equipo de Kus, los Berwick Bandits, hizo las siguientes declaraciones: “No podía creer lo que oía. Hablaba con un claro acento inglés, nada de dialectos. Lo que sea que pasó durante el accidente debe de haber reordenado algo en su cabeza. Antes del accidente el inglés de Matej era casi nulo para decirlo claramente. Y de repente, estábamos allí en la puerta de la ambulancia oyendo a Matej hablar al personal sanitario en un perfecto inglés. “

El fenómeno es conocido como xenoglosia. Algunos lo señalan como una evidencia de la reencarnación, esto es la existencia de vidas pasadas; otros hablan de telepatía entre dos personas distantes, o casos de trastornos disociativos como en la personalidad múltiple. Otros simplemente rechazan estas ideas y las ven como meras charlatanerías.

Quizá Matej en otra vida había sido un diplomático inglés, o tal vez cuando era chico su madre lo dejaba en la cuna con la televisión encendida en la BBC, y ahora el tremendo golpe había organizado y sistematizado todas esas horas en las que había estado expuesto al idioma de Shakespeare.

Fantaseando con todas estas opciones, y soñando con un golpe que milagrosamente me hiciera hablar en inglés; cosa que ni ICANA había logrado; la alarma de mi celular me sacó –por un rato- de estas elucubraciones. Tenía que tomar el antibiótico, así que por un momento dejé a Matej y su xenoglosia, e ingerí la pastillita roja.

Acto seguido, fui a controlar mi correo electrónico. Entre la parva de invitaciones a funciones de obras de teatro under, notificaciones de una misteriosa persona con nombre musulmán para que lo ayude a transferir 850.000 libras esterlinas, publicidades sobre elongaciones peneanas y otras delicias del spam cibernético; apareció un correo de la agrupación Putos Peronistas de La Matanza donde se presentaban con una contundente y marketinera frase: “El puto es peronista y el gay es gorila”. Decían que representaban al puto pobre, al homosexual de barrio (empleados de call center, peluqueros, costureros, porteros) que no puede acceder a condiciones de vida dignas, salud, educación y trabajo. Reivindicaban a Paco Jamandreu, el modisto de Eva y a Néstor Perlongher, que transformó en poesía neobarroca cierta mística peronista de los ’70.

Después de este shock de política y género, volví a Internet; mientras escuchaba el chirrido agudísimo de la pava que indicaba, una vez más, que se me había pasado el agua para el mate.

Cuando “googlée” la palabra globos (estaba organizando el cumpleaños de mi sobrina), apareció la noticia referida a un excéntrico chino que inflaba globos con sus oídos y escupía leche por los ojos a enormes distancias. Zhang Yinming era capaz de beber leche por la nariz y escupir luego por los ojos a una distancia de hasta dos metros; como así también podía apagar hasta 20 velas con la brisa que emanaba de su aparato auditivo. La foto del chino y sus proezas era digna de la galería del horror, y casi me cura súbitamente de la gripe.

Ya había tenido suficiente paseo virtual. Apagué la laptop, y me entregué a una reparadora siesta, para entrar -paradójicamente- en otro universo: el del sueño y sus mundos paralelos. Sin moverme de mi casa recorrí otras vidas y otros lugares; teniendo como guía a mi fabuladora mente y como instigadora a mi gatuna curiosidad.


Publicada en Bag Magazine
.

*

Los mandalas de Belleville

El médico de Patrick Swayze es optimista; y asegura que el actor continuará trabajando normalmente. Así, con esta declaración de principios, la pequeña televisión de la habitación me traía noticias del mundo exterior.

Una típica buhardilla parisina, en un idílico y absolutamente agotador sexto piso (recordar la ausencia de ascensores); era mi alojamiento en la Ciudad Luz.
El nombre: Hôtel du commerce, en la también agotadora: rue de la Montagne Sainte Geneviève, que como su nombre lo indica es una empinada calle, en lo que había sido una colina cuando París aún no se había convertido en este bello puzzle de calles, baguettes recién horneadas y hombres con ramos de flores.

Fue el hotel más barato que encontré en el Barrio Latino; y a pesar de las incomodidades y el extenuante ejercicio diario que me requerían, primero la calle y después sus destartaladas escaleras; la magnífica vista de mi habitación compensaba con creces el esfuerzo.

El mundo es redondo, y aunque parezca cursi, también es como un pañuelo. Prueba de ello es que, pese a haber recorrido miles de kilómetros en un avión, enfrente de mi hotel tenía la que presumo sería una de las pocas parrillas argentinas en París.

Demás está decir, que cada mañana, en vez de toparme con algún guapo francés con un diario bajo el brazo; veía un apocalíptico costillar en la parrilla; recordándome que la Argentina se había fundado –por lo menos literariamente- con una obra como El Matadero de Esteban Echeverría; así que no zafaría del panteón de la carne y sus jugosas consecuencias.

Trataba de huir lo más rápido posible de ese hotel y su encargada bigotuda y malhumorada; como así también de la más argentina de las calles de París. Una vez lejos del área de influencia maléfica, disfrutaba a pleno de una de las quizá más bellas ciudades del mundo.

No hay nada más lindo que caminar a la deriva por París; sin planos, sin museos que visitar ni torres o arcos que subir. Cada calle es una escena de película: la inimitable elegancia “casual” de los parisinos .Parece que nunca hubieran pensado qué ponerse; hasta diría que lucen desaliñados; pero una mirada más exhaustiva pronto nos devela algún detalle glamoroso, escondido en el gesto huraño y arrogante de los transeúntes.

La mañana de Febrero estaba fría, pero un glorioso sol iluminaba cada rincón de la ciudad; y todo el mundo parecía feliz; incluso se me perdonaba mi deficiente pronunciación del francés y mis insistentes preguntas a los extraños cada dos o tres cuadras. Esa mañana estaba locuaz, y lo que es más sorprendente en una lengua extranjera.

Caminando en dirección a la estación de Austerlitz me topé con un edificio imponente: La gran mezquita de París. Toda una manzana de auténtica arquitectura musulmana; muy similar a la mezquita de Córdoba (España).

No lo dudé, y me metí adentro, ingresando en un maravilloso patio lleno de plantas y espléndidos mosaicos y azulejos. El silencio era proverbial, y sólo algunos pajaritos interrumpían la reconcentrada quietud del lugar.

Recorrí todo el edificio con suma curiosidad; pero el hambre y la sed estaban atacando mi sistema nervioso y era imperioso ingerir algo. Como salido de la lámpara de Aladino, apareció un salón de té, ricamente decorado a la manera musulmana.
Ahí tomé el té de menta más rico que probé en mi vida; y uno de los momentos más placenteros. Había sol, el sitio era maravilloso, el té emanaba una fragancia exquisita, tenía todo el tiempo del mundo, y además estaba en París.¡Qué más pedir!

De pronto se escuchó un murmullo que de a poco se fue haciendo más grande. Inmediatamente la Mezquita de fue poblando de elegantes personas vestidas de negro; y para mi sorpresa me topé con Naomi Campbell. ¿Qué sería todo aquello? Le pregunté al camarero. Me dijo que era el funeral de Katoucha Nianen, una ex top model nigeriana y activista contra la ablación genital femenina, que había trabajado con Yves Saint Laurent. Había muerto en circunstancias poco claras, ahogada en el Sena. Parece que había vivido una intensa noche de juerga, y que al volver a su casa (vivía en un lujoso yate amarrado cerca del puente Alejandro III) , cayó accidentalmente al agua.

Ante esta agorera muchedumbre, abandoné raudamente la mezquita, y caminé hacia el Sena, cruzando por el puente de Austerlitz, en dirección a la Opera Bastille.

Ya repuesto del funeral y de la visión desencajada de Naomi Campbell; revolví en mis bolsillos, y junto con la entrada de la noche anterior a Le Queen (mítico boliche gay de París), encontré un pequeño folleto de Belleville: un barrio parisino muy particular.

No estaba demasiado lejos (o por lo menos así quise creer). Tomé el boulevard Richard Lenoir. Después la rue du chemin vert, hasta el cementerio de Père Lachaise. Allí paré para tomarme un cafecito. Sólo cinco minutos, porque parecía que la muerte me acechaba (simbólicamente).

Ni bien pisé el boulevard de Belleville; la sensación general cambió drásticamente. Todo era color, alegría, vida. Estaba en uno de los barrios más cosmopolitas de Paris. Si tuviera que hacer una comparación, sería algo semejante al barrio del Once.

Belleville era una antigua comuna, y recién en 1860 se unió a Paris. Está sobre una pequeña colina, y está habitada básicamente por inmigrantes (argelinos, marroquíes, nigerianos, portugueses, libaneses, griegos, italianos). También es un barrio de artistas, con innumerables ateliers y galerías.

Lo más interesante es la feria que está sobre el boulevard de Beleville. Todo es posible encontrar allí; desde las flores más raras, hasta la ropa para un matrimonio musulmán. La verdura más fresca y colorida que yo haya jamás visto. Cientos de personas, caminando, gritando, comprando y obviamente regateando.

El puesto en el que me detuve más tiempo, fue en el de un dibujante argelino. Además de retratos, y vulgares paisajes parisinos; hacía unos increíbles mandalas, con una fenomenal e hipnótica combinación de colores. Rachid era el nombre del artista, y estuvimos hablando un buen rato.
Ahí aprendí que los mandalas también servían para meditar; la laboriosa concentración que requerían para su confección eran el caldo de cultivo necesario para relajarse y ponerse en una actitud contemplativa.
Rachid me dio una hoja en blanco, varios lápices de colores y algunas rápidas instrucciones. Fue más sencillo de lo que pensé, y en apenas unos minutos me encontraba haciendo el primer mandala de mi vida. Varios círculos concéntricos. Espirales simétricas y colores complementarios. La tarde se me pasó volando, y no me fui de aquél puesto hasta que no terminé ese dibujo. Como muestra de gratitud se lo regalé a Rachid; y ya casi cayendo la noche
tomé la enigmática y maravillosa rue Mouzaïa, y allí nuevamente el tiempo se detuvo, entre casas multicolores, y frondosos jardines.

Sin pensarlo dos veces, me gasté los últimos euros en un taxi, que me dejó en la puerta de mi hotelito. Ya casi eran las once de la noche, y me había resignado a no cenar.
Cuando me estaba disponiendo para el hosco recibimiento de María -la encargada portuguesa del Hôtel du Commerce-; una grata sorpresa me recibió.
María me había preparado un plato enorme y humeante de una exquisita sopa, y me saludó jovialmente, diciéndome que se había imaginado que regresaría con hambre.

Una gran sonrisa se me dibujó en los labios, y mi cabeza comenzó a recordar y hacer suya aquella mítica frase de Blanche Dubois, en Un tranvía llamado deseo: “siempre he dependido de la amabilidad de los extraños”.




Publicada en Bag Magazine.

*


1922 - el año de tus sueños -

Navegar por Internet, a veces, deviene un juego.

Una tarde descubrí la enciclopedia Encarta. Tiene una sección que se llama: La línea dinámica del tiempo, y su presentación dice: "Entre en la línea del tiempo. Desplácese por períodos fascinantes de la historia. Busque o personalice una línea del tiempo. Busque un tema o un año en la línea del tiempo y vaya directamente a él. Use los botones del zoom para controlar la línea del Tiempo".
Demás está decir que la curiosidad pudo más, e inmediatamente me puse cual Tom Cruise, en Minority Report, a manipular el tiempo, a avanzar y retroceder.

¿Qué pasa con la simultaneidad temporal, con la sincronía que actúa como un cuchillo filoso que corta y recorta en ése lugar y no en otro? ¿El tiempo traspasa la geografía?
¿Si yo hago un agujero temporal en la Argentina de los setenta, y sigo el hilo sincrónico, y ése hilo llega al Zanzibar de las luchas post-coloniales; puedo extraer un principio común? ¿El zeitgeist todo lo homologa?

No tengo respuestas, pero si hay un año en el que realmente me hubiera gustado vivir, ése es 1922. ¿Por qué?

Bueno, en el ´22 se publicó el Ulises [Joyce]; La tierra baldía [ T.S.Eliot], Trilce [Vallejo]; 2o poemas para ser leídos en el tranvía [Girondo]; La habitación enorme [E.E.Cummings]; el Tratado lógico filosófico [Wittgenstein]; Hermosos y malditos [Scot Fitzgerald]; Uno de nosotros [Willa Cather]; el tomo IV: Sodoma y Gomora-En busca del tiempo perdido- [Marcel Proust].

Además, se desarrolló la decisiva e influyente "Semana del arte moderno" en San Pablo [Brasil].
Se estrenaron: Dr Mabuse [Fritz Lang]; Nosferatu [Murnau].

Se descubrió la tumba de Tut Anj Amón.

El 24 de Diciembre nació Ava Gardner, "El animal más hermoso del mundo", como la calificaba misóginamente Hemingway, la que fue María, la gitana, fuego de La condesa descalza; la sirena Kitty Collins, que canta y encanta a Burt Lancaster en Los asesinos, y Maxine, la ardiente ceniza de la genial película de Huston La noche de la iguana.

Creo que son buenas razones, ...¿no?



Publicada en Chicos índigo.

*

5 corderos

Es una zona de Buenos Aires bastante complicada para conseguir un restaurante con un precio asequible y comida aceptable.

En Recoleta abundan los sitios para turistas, con tarifas sobrevaluadas y con una calidad que a veces se presenta como discutible.

Era una tarde de invierno, lluviosa y absolutamente deprimente. En esas ocasiones duermo alguna larga siesta de la que me levanto de un pésimo humor (pero al menos evito las traicioneras horas de la tarde), o voy al cine.

Fui al Village a ver un bodrio dominguero, aturdido por el chasquido a mansalva del pochoclo de mis vecinos de butaca, los comentarios en voz alta y marcadamente nasales de la señora de adelante y un subtitulado azaroso y deficiente.

Abandoné el falso lujo del Village, intentando olvidar la película, y la escultura sin gracia de Marta Minujín que pende del no menos anodino atrio del hall del cine. Hurgué en mi billetera, y conjeturé que después de haber sido esquilmado en el Village, si quería cenar por esa zona iba en camino a mi inmediata e inapelable pauperización. Decidí entonces, caminar un poco por Avenida Las Heras, pero al mirar de reojo los menúes expuestos en la entrada de los restaurantes, vi que los precios no bajaban de los cuarenta pesos. Ya casi había perdido las esperanzas, cuando cruzando Sánchez de Bustamante, veo un pequeño restaurante chino con el simpático nombre de Cinco corderos.

Inmediatamente me acordé de la regla que aplicaba Alberto Migré respecto al nombre y apellido de sus personajes, siempre empezaban con la misma letra: Rolando Rivas (Rolando Rivas, taxista); Pablo Puán (Pablo en nuestra piel); Micaela Manzi (Pablo en nuestra piel); Leandro Leiva (Leandro Leiva, un soñador); Lautaro Lamas (Una voz en el teléfono).

Esta módica cacofonía, esta mística aliteración -aseguraba Migré- le daba al personaje la inmediata aceptación de la gente y le traía suerte. A partir de allí viví como una desgracia llamarme Alejandro Méndez, y anhelé la buena estrella de Daniel Durand (o en una fantasía travestida el magnetismo nominal de Marina Mariasch, de Florencia Fragasso, o de Laura Lobov).

Así que Cinco corderos, en Avenida Las Heras 1920, gozaba de la bendición de la regla áurea de Migré; por lo que inferí que debía cenar allí y que sucesos maravillosos me esperaban, tras el humeante chop suey que ya imaginaba saborear.

Para los que vieron las formidables Vera Drake o Clean (Olivier Assayas); o In the mood for love (Wong kar-Wai); se podrán hacer una idea acerca de la apariencia de la encantadora camarera que atiende todas las mesas de Cinco corderos. Es una especie de Maggie Cheung con una dosis chaplinesca. Siempre está sonriendo, y su mirada es brillante y cálida.

Cuando uno pide un plato, ella siempre repite el nombre de la comida en voz alta y después se pone a reír. Tiene una memoria prodigiosa. En su balbuceante castellano trata de explicar los componentes del menú, y hasta se anima a hacer desopilantes recomendaciones.

Una vez vi como levantaba un pedido de una de las mesas grandes (redondas) con más de 8 comensales, sin tomar nota alguna, y siempre con una sonrisa franca y contagiosa. Son muy recomendables los ravioles chinos a la plancha, como así también un plato vegetariano con arroz, verduras varias, y brotes de bambú, o la levanta-muertos sopa agripicante.

Esa noche pedí un cerdo a la plancha, con salsa de ostras. Estaba riquísimo, pero el exceso de sal, hacía levantar la presión hasta una momia. Me aferré a la botella de agua, cual náufrago desesperado, y pretendí apagar el incendio con el imprescindible arroz blanco, pero mis habitualmente demacrados cachetes adquirieron un rubor furioso e inapelable que hicieron de la tarea una misión humanitaria destinada al fracaso.

La camarera que estaba detrás de la barra, enmarcada por el empapelado inauditamente liberty del restaurante, me hizo un guiño y desapareció tras la cortina multicolor. Extinguido el ardor, pagué la cuenta y desistí del dulce.

Los postres chinos nunca fueron ricos.



Publicada en La infancia del procedimiento.

*

El desierto y su semilla [ la deriva del ningunismo y sus héroes subterráneos]

La noticia fue impactante y recorrió todos los diarios y noticieros del país. Cuatro jóvenes murieron ahogados en los canales subterráneos del alcantarillado de la ciudad de Buenos Aires.

Hasta ahí podría parecer una noticia más, como las cientos que salpican nuestra existencia cotidiana, y nos devuelven un espejo negro, precario y urgente. Pero había más; estos muchachos eran filósofos (psicogeógrafos, se hacían llamar), es decir cuatro jóvenes que habían decidido recorrer la ciudad desde un ángulo diferente, habitarla en su reverso, las entrañas que nunca vemos, un viaje inverso e iniciático.

Las exploraciones urbanas no se hacían sólo en las alcantarillas, sino también en sótanos, barcos abandonados y barrios de la ciudad. Una vez recorrieron Parque Chas, con un par de dados. Dependiendo de los números que iban saliendo, caminaban una determinada cantidad de cuadras. Casi, casi una puesta en escena de la ya mítica obra de Mallarmé.

Las caminatas a la deriva formaban parte de un viaje a través de las ideas que fundamentan la psicogeografía, pasando por el dadaísmo, el surrealismo y el situacionismo; tratando de cambiar la visión urbana, alentando a jugar, a ser partícipes, y no simples espectadores.

Éste, el fatídico, no había sido el primer viaje por los desagües de la ciudad, y además estaban muy bien organizados.


El jefe –Rodrigo Sierra.- tenía un apodo digno de un rey filósofo: Roy Khaliban ( hasta con resonancias shakesperianas debidamente anarkizadas con la K).
Roy seguía a su manera las enseñanzas de Guy Debord y la Internacional Situacionista. Sus salidas eran un reflejo de la deriva urbana preconizada por uno de los incendiarios del Mayo Francés.

Tenía una página web, donde mostraba a todos sus seguidores en qué consistía el ningunismo. Roy decía que la juventud estaba afectada por un virus social, generado por el consumo desenfrenado, y que todos vivían una vida apática que debía revertirse.


Los otros tres amigos que se embarcaron en la aventura, eran sus fieles acólitos y hasta habían subido a la web el recorrido que los llevaría a un viaje mucho más largo y definitivo.

¿Por qué el desierto y su semilla? ¿Por qué se entrecruza la notable e ignorada novela de Jorge Baron Biza, con esta historia de jóvenes idealistas? Lo más probable es que esto sólo sea producto de mi capricho y mi tendencia a reunir cosas –a priori- disímiles; pero pensando con más atención comienzan a surgir las conexiones.


Primero veamos el sentido literal de esta frase. ¿Puede el desierto contener alguna forma de vida?, desde la esterilidad extrema (pongamos por caso el desierto de Atacama –el lugar más seco de la tierra) ¿Puede haber una descendencia vegetal? ¿Algún brote ? La ciencia y nuestro deseo nos dicen que sí, nuestros ojos descreen tal posibilidad.

El Desierto y su semilla: ¿ no es un oxímoron ?

En la novela de Baron Biza – y acá haré una digresión, que tal como enseñan el Tristram Shandy de Sterne, o Jacques, el fatalista de Diderot, es la manera más segura de llegar a buen destino- refulge intensamente la vocación suicida de la familia.

Raúl Baron Biza, pertenecía a la alta burguesía cordobesa; era político y escritor.

En 1928, en Venecia, conoció a Rosa Martha Rossi Hoffmann una actriz austríaca de 25 años, que usaba el seudónimo: Myriam Stefford. El 28 de agosto de 1930 se casan en Venecia, dando una de las mejores fiestas de la época. Luego, la pareja se instala en Argentina, alternando entre Buenos Aires y las serranías cordobesas, donde Raúl tenía una estancia cerca de Alta Gracia.

Ella tomó un curso de piloto, y antes de terminarlo ya volaba su propio avión, convirtiéndose en una de las primeras mujeres piloto de la Argentina. El 26 de agosto de 1931, se mata al estrellarse su avión , en San Juan, mientras participaba de un raid aéreo.


Como el emperador Adriano, Raúl Baron Biza mandó construir un gran monumento funerario para su amada, que todavía hoy está en pie en la ruta de va de Córdoba a Alta Gracia, y consiste en un gran obelisco de 82 mts. de altura, dentro del cual se encuentra el féretro, y según la leyenda también están las fabulosas joyas de Myriam.

El sitio está cargado de reminiscencias faraónicas, sobre la losa que cubre los restos está escrito: "La maldición caerá sobre quien ose profanar esta tumba". En el granito hay dos caladuras de un centímetro de ancho, una vertical de un metro y otra horizontal de treinta centímetros, a determinada hora del día y según la posición del sol, marcan una cruz perfecta sobre la misma lápida.


En 1935, Raúl se casó con Clotilde Sabattini, de 17 años, hija del caudillo radical Amadeo Sabattini. De este matrimonio nacieron tres hijos: Carlos, Jorge y María Cristina.

Clotilde estudió sobre métodos educativos y pedagógicos en Suiza, y realizó viajes académicos por distintos países de Europa. Fue detenida y encarcelada durante el gobierno peronista, por su militancia política; debiéndose exiliar –luego- en Uruguay.


En 1958, durante la presidencia de Arturo Frondizi, fue designada presidenta del Consejo Nacional de Educación, y fue la responsable de la sanción del primer Estatuto del Docente. Para ese entonces, el matrimonio prácticamente no existía. Llegaron así, hasta mediados de agosto de 1960, cuando Raúl Baron Biza la citó en su departamento en Buenos Aires, donde ésta asistió acompañada por dos abogados para finiquitar los trámites de separación. Raúl sirvió whisky primero a los abogados, y luego se acercó con un vaso lleno a su esposa, y sorpresivamente le arrojó el contenido en el rostro, que no era no era whisky, sino ácido clorhídrico.

Raúl se suicidó inmediatamente después, disparándose un tiro en la sien; mientras que Clotilde Sabattini, fue sometida, con el tiempo, a muchas intervenciones quirúrgicas. Fue operada en Milán, por un especialista en la materia el Dr. Calcaterra, quien no pudo reparar totalmente la desfiguración producida por el ácido.


Algunos años después, su hija adolescente María Cristina, se suicidó. Por su parte, el 25 de octubre de 1978, unos meses después de elaborar un importante informe para la UNESCO sobre las condiciones laborales de la mujer en la Argentina, Clotilde Sabattini, se suicidó arrojándose por la ventana del edificio donde vivía.

En 1998, su hijo Jorge Baron Biza, periodista y escritor, publica la novela que da título a esta nota: El Desierto y su Semilla, la que se desarrolla mayormente durante la larga estadía de Clotilde Sabattini y su hijo Jorge –que la cuidó devotamente- en la clínica del Dr. Calcaterra, en Milán.


El 9 de setiembre de 2001, Jorge también se suicidó arrojándose al vacío desde su departamento en Córdoba. Con esta inexorabilidad gravitacional y familiar, desapareció un escritor promisorio, que en su cuentakilómetros literario tan sólo registraba una novela.

En este punto, volvamos a Roy y sus hidalgos ningunistas quienes bucearon en las profundidades de la ciudad. Estaban asombrados porque hasta veían peces, y una flora rica y variada. Las alcantarillas de la ciudad, sus desagües eran el cauce para una silenciosa protesta.
No estaban conformes con la sociedad actual –rasgo compartido a lo largo de todos los siglos por los jóvenes-, pero su inconformidad iba más allá. Tenían necesidad de teorizarla (Roy estaba escribiendo su tesis 222) y la portaban como estandarte.


La tesis 222 era, y es, el principal manuscrito ningunista. El número doscientos veintidós surgió porque Roy empezó a ver el 222 en varios lugares. Según relatan sus amigos, mientras estaba escribiendo la tesis veía ése número por todos lados. Cuando terminó de leer La Sociedad del Espectáculo, Rodrigo notó que Guy Debord la había dividido en 221 tesis. Entonces, a modo de homenaje, le puso Tesis 222.

El mismo día de su muerte, Rodrigo dejó grabados unos poemas suyos en un reproductor de MP3, para su madre: "Mamá, yo estaré ahí durante las noches más oscuras. Yo seré las alas que guíen tu vuelo quebrantado. Yo seré tu refugio cuando la furiosa tormenta estalle. Siempre te amaré, por toda la eternidad. Adiós es la palabra más triste que jamás escucharé".
Roy y sus amigos ya estaban del otro lado, habían traspasado -como la Alicia de Carroll- la zona, y el pasaje fue más rápido y violento de lo deseado. No pudieron volver.


Tanto Jorge Baron Biza, como Roy y su hueste situacionista, veían al mundo como un gran páramo yerto, un escenario liso y resbaladizo (un desierto), donde sólo la tragedia lograba anclaje para depositar su fatal semilla, y con una puntual insistencia les devolvía las negras flores de su simiente.

Córdoba y la clínica del Dr. Calcaterra en Milán, Buenos Aires y sus desagües fluviales, eran el desierto, el teatrillo cruel y áspero donde vivían estos héroes subterráneos, los que siguiendo la mitología teatral -Deus ex machina mediante- atravesaron tempranamente el umbral.



Publicada en Nación Apache.

*

Post industrial boys o las voces del Mar Negro

Ningún ruido en el camino desierto, sólo la sombra de los pinares y la presencia intimidante de los grandes médanos. Bueno, esto no es tan cierto, ahora que recuerdo el sonido del mar estaba presente, pero con una presencia engañosa, aquella que produce la repetición de un sonido, una especie de mantra marino. Llega un momento en que uno se olvida del mar, y ese ruido se convierte en un nuevo tipo de silencio, el silencio de la repetición.

Esas noches en San Antonio, en nuestras pequeñas excursiones al pueblo, en busca de las provisiones indispensables, Marino (sí, así se llama nuestro amigo, en un pleonasmo involuntario) ponía siempre el mismo CD. Empezaba con unos silbidos enigmáticos, y después la seductora voz de una mujer, en un idioma que conjeturábamos búlgaro, o turco, o algo así.

Las canciones se sucedían de una manera deliciosa, y ya formaban parte del paisaje: esto es, pinares, médanos, canciones con silbidos e idioma enigmático, y despensa del pueblo.

Sólo unas pocas canciones estaban cantadas en inglés, la que más nos gustaba decía: "Post Industrial boys are wonderfull boys, they read some James Joyce, make carrefull choices. Post Industrial boys just grabe to Village Voices, they play with casual toys, just make some noise....", y eso nos parecía una buena síntesis, irónica y contundente.
La parte instrumental no le iba en zaga y estaba plena de sutilezas sonoras, en un electro-pop que recordaba a Massive Attack y a Tricky.
Lejos del "te clavo la sombrilla" del bullanguero verano bonaerense, nuestra canción del verano nos traía exotismo y secretos en forma de susurro.

Estábamos en la pequeña casa de madera, frente al mar, y seguíamos escuchando estas canciones, que ya por unanimidad, eran nuestra música favorita.

Nuestra ocupación predilecta, además de escuchar este CD –a esta altura ya mítico-, era fantasear con la vida de nuestros vecinos. Allí dábamos rienda suelta a nuestro primitivismo barrial –elegantemente escondido bajo la piadosa denominación de "curiosidad"-
Y hasta le pusimos nombre a nuestros vecinos, a saber: Patricia Dal, Pino Solanas, la dama Kabuki y la Cheta Mala. Los supusimos integrantes de una secta, la secta de los descorchadores de vino. Todas las noches, la mujer que se parecía a Patricia Dal, venía a nuestra casa y nos pedía prestado el destapador de vino. Pensamos muy seriamente en cobrar un arancel por el descorche, pero luego nuestro sentimiento pro-etílico nos hizo desistir de la idea.

Para ese entonces, dábamos por sentado que el hombre que se parecía a Pino Solanas estaba secuestrado. Nos dimos cuenta por el abundante humo que salía de la casa (o quizá había trasladado el set de filmación al garaje, o la secta de los descorchadores de vino lo tenía cautivo -en ese caso no quedaban dudas que la Cheta Mala era la culpable-).

La compañía de todas nuestras fantasías era esa música increíble, que ya estaba operando como la banda sonora de nuestro delirio. Un soundtrack "a medida", que estilizaba y le daba un marco realmente grandioso a esta historia de vino, satanismo y arena.

Una mañana vimos que a la playa sólo bajó la dama kabuki (le decíamos así porque siempre andaba con una pequeña sombrilla para protegerse del sol y era de una piel extraordinariamente blanca). Seguro que hacía danza contemporánea, vivía en Belgrano y hacía terapia grupal.

Nuestras sospechas nos llevaron a preguntarnos si no sería la dama kabuki el "cerebro" de la secta, y que tanto la Cheta Mala, como Pino Solanas, como Patricia Dal, eran víctimas de esta mujer escondida bajo la sombrilla.

Pero tanto voyeurismo se vio interrumpido: había llegado el momento de partir, y el enigma se quedaba en San Antonio. Nunca supimos realmente qué pasaba en esa casa blanca, también cercana al mar; sólo podíamos afirmar que tomaban vino cual esponjas y que no tenían destapador.

Ni bien llegué a Buenos Aires, hablé con un amigo que conoce mucho de música electrónica, y le pregunté si conocía al grupo de los silbidos. Inmediatamente me dijo que sí, que se llamaban Post Industrial Boys y que provenían de Georgia (una antigua república integrante de la ex URSS).
El líder de la banda: Gogi Ge.Org (seudónimo de George Dzodzuashvili) es oriundo de Tbilisi, la capital de ese país. Un país, cuyas costas son bañadas por el Mar Negro y toda la rica historia que esto supone.
Además, hay varias mujeres que aportan sus voces al proyecto, el que nació como un colectivo artístico: http://www.goslab.de/ , donde conviven poetas, artistas visuales (cineastas, pintores, perfomers) y músicos.
En Google y Wikipedia encontré más información acerca del país, y sobre todo de su lengua: el georgiano, que incluso tiene un alfabeto diferente al nuestro.

El fin de las vacaciones incluyó la tradicional arena en los bolsos, (que queda por semanas), fotos compartidas, y un deseo sostenido por la repetición de la experiencia.
Ahora, cada vez que escucho los silbidos y las ululantes voces del Mar Negro, en el CD de los Post Industrial Boys, pienso si habrán liberado a Pino Solanas, o si la Cheta Mala habrá leído los suficientes libros de auto-ayuda, como para ya estar en un ashram de la India, quemando karma.



Publicada en Nación Apache

*

contacto@