© Alejandro Méndez

5 corderos

Es una zona de Buenos Aires bastante complicada para conseguir un restaurante con un precio asequible y comida aceptable.

En Recoleta abundan los sitios para turistas, con tarifas sobrevaluadas y con una calidad que a veces se presenta como discutible.

Era una tarde de invierno, lluviosa y absolutamente deprimente. En esas ocasiones duermo alguna larga siesta de la que me levanto de un pésimo humor (pero al menos evito las traicioneras horas de la tarde), o voy al cine.

Fui al Village a ver un bodrio dominguero, aturdido por el chasquido a mansalva del pochoclo de mis vecinos de butaca, los comentarios en voz alta y marcadamente nasales de la señora de adelante y un subtitulado azaroso y deficiente.

Abandoné el falso lujo del Village, intentando olvidar la película, y la escultura sin gracia de Marta Minujín que pende del no menos anodino atrio del hall del cine. Hurgué en mi billetera, y conjeturé que después de haber sido esquilmado en el Village, si quería cenar por esa zona iba en camino a mi inmediata e inapelable pauperización. Decidí entonces, caminar un poco por Avenida Las Heras, pero al mirar de reojo los menúes expuestos en la entrada de los restaurantes, vi que los precios no bajaban de los cuarenta pesos. Ya casi había perdido las esperanzas, cuando cruzando Sánchez de Bustamante, veo un pequeño restaurante chino con el simpático nombre de Cinco corderos.

Inmediatamente me acordé de la regla que aplicaba Alberto Migré respecto al nombre y apellido de sus personajes, siempre empezaban con la misma letra: Rolando Rivas (Rolando Rivas, taxista); Pablo Puán (Pablo en nuestra piel); Micaela Manzi (Pablo en nuestra piel); Leandro Leiva (Leandro Leiva, un soñador); Lautaro Lamas (Una voz en el teléfono).

Esta módica cacofonía, esta mística aliteración -aseguraba Migré- le daba al personaje la inmediata aceptación de la gente y le traía suerte. A partir de allí viví como una desgracia llamarme Alejandro Méndez, y anhelé la buena estrella de Daniel Durand (o en una fantasía travestida el magnetismo nominal de Marina Mariasch, de Florencia Fragasso, o de Laura Lobov).

Así que Cinco corderos, en Avenida Las Heras 1920, gozaba de la bendición de la regla áurea de Migré; por lo que inferí que debía cenar allí y que sucesos maravillosos me esperaban, tras el humeante chop suey que ya imaginaba saborear.

Para los que vieron las formidables Vera Drake o Clean (Olivier Assayas); o In the mood for love (Wong kar-Wai); se podrán hacer una idea acerca de la apariencia de la encantadora camarera que atiende todas las mesas de Cinco corderos. Es una especie de Maggie Cheung con una dosis chaplinesca. Siempre está sonriendo, y su mirada es brillante y cálida.

Cuando uno pide un plato, ella siempre repite el nombre de la comida en voz alta y después se pone a reír. Tiene una memoria prodigiosa. En su balbuceante castellano trata de explicar los componentes del menú, y hasta se anima a hacer desopilantes recomendaciones.

Una vez vi como levantaba un pedido de una de las mesas grandes (redondas) con más de 8 comensales, sin tomar nota alguna, y siempre con una sonrisa franca y contagiosa. Son muy recomendables los ravioles chinos a la plancha, como así también un plato vegetariano con arroz, verduras varias, y brotes de bambú, o la levanta-muertos sopa agripicante.

Esa noche pedí un cerdo a la plancha, con salsa de ostras. Estaba riquísimo, pero el exceso de sal, hacía levantar la presión hasta una momia. Me aferré a la botella de agua, cual náufrago desesperado, y pretendí apagar el incendio con el imprescindible arroz blanco, pero mis habitualmente demacrados cachetes adquirieron un rubor furioso e inapelable que hicieron de la tarea una misión humanitaria destinada al fracaso.

La camarera que estaba detrás de la barra, enmarcada por el empapelado inauditamente liberty del restaurante, me hizo un guiño y desapareció tras la cortina multicolor. Extinguido el ardor, pagué la cuenta y desistí del dulce.

Los postres chinos nunca fueron ricos.



Publicada en La infancia del procedimiento.

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