Dejó el anillo de casamiento sobre la mesa de trabajo. Estaba tan ansioso que se cortó la mano con la tijera, dejando algunas gotas de sangre sobre la bolsa de clavos. La miró a Patricia y puteó en voz alta, con una intensidad inusitada y una destinataria que no era la tijera desafilada, sino la impasibilidad de su mujer.
Se conocían desde muy chicos, habían ido al mismo colegio y vivían a escasas cuadras uno del otro. El noviazgo fue casi un desenlace natural, promovido por el think tank de familiares y amigos que no cejaron hasta verlo coronado en el altar de la capillita de Santa Clara del Mar.
Fernando no era feliz con Patricia, y el sexo se había convertido en una carga penosa, más que en un acto gozoso.
Fernando siempre recordaba a su gran amigo de la infancia, el chueco Toloza. Ambos eran hijos de oficiales de la marina, y admiraban por igual a sus rígidos padres. El chueco era muy hábil y le había transmitido a Fernando su pasión por las tareas manuales. Armaban barcos, kartings, barriletes, patinetas. Se pasaban las tardes enteras en el galpón de herramientas. Ya adolescentes buscaron diversión y chicas en la cercana Mar del Plata. Eran inseparables y sus conversaciones duraban horas, la mayoría de ellas escondidos en algunas de las carpas vacías del balneario Simbad.
El chueco era alto, pecoso y con un cuerpo atlético y contundente, producto de su pasión por el deporte. Fernando en cambio era menudo, con una contextura débil agravada por los constantes ataques de asma, los que mágicamente desaparecieron cuando cumplió 18 años.
Fernando adoraba al chueco, era una devoción silenciosa que por las noches se transformaba en ceremonia masturbatoria. Nunca cogieron, ni siquiera Fernando sabía que eso que le pasaba era deseo en su forma más pura. Cuando trasladaron al padre del chueco a Ushuaia, perdió para siempre a este amigo, refugiándose en las pizzas caseras y el sexo sin reservas que le ofrecía una incondicional Patricia.
La tarde en que se cortó la mano, había estado mirando una página porno. Eligió a uno de los muchachos, cuyo nick era Simbad, y que estaba en el box de cámaras “en vivo”. Como un fogonazo apareció en la pantalla el chueco Toloza, ridículamente desnudo y con una gorra de marinero pajeándose mecánicamente con la vista en blanco.
Un sentimiento contradictorio lo atravesó. Por un lado una gran decepción al ver a su adorado amigo convertido en un Onán rentado, y por el otro una felicidad indescriptible porque había decidido que esa misma noche iba a dejar a Patricia.
El anillo que había quedado sobre la mesa también estaba salpicado con sangre.
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