Salí de casa temprano, para ir al vernissage de Leopoldo Estol, en la galería Ruth Benzacar.
Entré a la sala, después de sortear a los vendedores ambulantes y puestos de artesanías de la calle Florida, con muchas expectativas y un apetito voraz.
La primera impresión que tuve fue la de estar frente a una colorida amalgama de imágenes, con un atractivo visual irresistible.
Leopoldo Estol es un artista joven que vengo siguiendo desde hace tiempo. La muestra se llamaba “Las mañanas del mundo” y estaba conformada por una serie de instalaciones, muy en el estilo de Thomas Hirschhorn. Estas obras se desplegaban en infinidad de registros más o menos íntimos. Una multitud de objetos de uso cotidiano, dispuestos en un aparente desorden: una notita dejada en el portero eléctrico, una lata de gaseosa estrujada, recortes de periódicos, etc.
El lugar desbordaba de gente, y la mezcla de público era de lo más heterogénea.
Señoras de Barrio Norte, con peinados de peluquería, trajecitos sastre comprados en Claudia Larreta, y zapatos haciendo juego.
Un combo de colágeno, y rictus de frustración pequeño-burguesa, aderezado con un leve indicio de pertenencia al circuito del arte.
Este indicio podía consistir en una bolsa/cartera con el logo del MOMA, o una boina negra de costado.
Otro sector estaba compuesto por cincuentones divorciados (psicólogos, sociólogos, historiadores del arte, antropólogos), vestidos de negro, con ropas un poco raídas y zapatos sin lustrar, más el plus indispensable de anteojitos con marcos negros.
Éstos miraban las obras con desgano, interrumpiendo su lenta peregrinación, con comentarios agrios y con palabras extrapoladas de diccionarios filosóficos de los años ´60.
También había yuppies venidos de los countries, impecablemente vestidos, con trajes de Hugo Boss o Armani, en compañía de sus platinadas novias, cuyos nombres curiosamente comenzaban con M: María Pía, Majo, Malala, Maru, Mechi.
Estas chicas no tomaban champagne, y su lenguaje gestual se correspondía más a un desfile del BAF-WEEK que a una exhibición de arte contemporáneo.
El grupo más colorido era el de los “modernos”. Hacían gala de un derroche de ropas de feria americana, tuneadas con un look de hospicio psiquiátrico.
Las mujeres ocultaban su costado sexy, con polleras a la rodilla, y zapatos de reformatorio. Los hombres estaban prolijamente desaliñados. Barba de tres días, pelo revuelto y sucio, mirada empastillada.
Algunos grupos minoritarios: darks, gays intelectualoides con riñonera incaica, lesbianas con remeras con el logo “potencia tortillera” y la cabeza rapada, pibes de barrio en busca de alcohol gratis, empresarios con cuadros de Kuitca en su living combinando con el sofá que compraron en Ikea.
Todo este tumulto formaba parte de otra obra de arte; si se quiere de una instalación o de una perfomance grupal o de un muestrario sociológico en estado bruto (a gusto del consumidor).
Mientras observaba algunas de las instalaciones, vi entrar a una mujer de una edad indefinida. Podría tener 60, 70 u 80 años. Vestida con un tailleur violeta super-ajustado; stiletos de 15 cms, medias negras, y una cara que sería la envidia de Orlan.
Su rostro era una máscara tensada por cuerdas invisibles, que apenas habían dejado espacio para los orificios de los ojos, boca y nariz.
Su voz, aguda y nasal, invadió toda la sala, y se dirigió certera a la directora de la galería; moviendo ampulosamente las manos.
-¡Orly, qué buena colgada!-
Después supe que este comentario era para la muestra de Flavia Da Rin, que estaba en la otra sala de la galería. Junto a esta exclamación, se mezclaban otros comentarios.
Un grupo de yuppies denostaba violentamente las retenciones móviles a las exportaciones de soja; mientras que un señor con aspecto de funcionario decía: -El tango es la soja de los porteños-
Cuando apareció la primera bandeja de saladitos mi corazón se llenó de alegría, pero una chica dark me ganó de mano, seguida por una nube de señoras anoréxicas que se avalanzaron sobre el mozo, que casi trastabilla.
Sólo pude rescatar una copa de champagne; así que haciendo malabares fui hacia donde estaba Leo Estol, para saludarlo.
Una voz me retuvo –¿Nos vimos en el vernissage de León Ferrari o en el Malba para lo de Tarsila do Amaral?-
Me di vuelta y era Holy; una asidua concurrente a estos eventos. La saludé rápidamente, pero no pude avanzar porque me encontré con un compañero del gimnasio, el que nunca sospeché como interesado en el arte; más bien lo hacía adicto a la creatina.
Pasadas las once, estaba absolutamente borracho, y Leo Estol ya se había retirado. Casi no quedaba gente. En el medio de la sala estaba Holy, hablándole a un conocido artista vernáculo, amante de los ovnis y las drogas pesadas.
Con la poca dignidad que me quedaba salí y enfilé para el Florida Garden. Pedí un cortado, que el distraído mozo apoyó sobre el catálogo de Estol.
Una mancha de café desdibujó las letras de su nombre, mientras por la ventana del bar observaba una Buenos aires tan fantasmal como mágica.
Publicada en Bag Magazine
*
Entré a la sala, después de sortear a los vendedores ambulantes y puestos de artesanías de la calle Florida, con muchas expectativas y un apetito voraz.
La primera impresión que tuve fue la de estar frente a una colorida amalgama de imágenes, con un atractivo visual irresistible.
Leopoldo Estol es un artista joven que vengo siguiendo desde hace tiempo. La muestra se llamaba “Las mañanas del mundo” y estaba conformada por una serie de instalaciones, muy en el estilo de Thomas Hirschhorn. Estas obras se desplegaban en infinidad de registros más o menos íntimos. Una multitud de objetos de uso cotidiano, dispuestos en un aparente desorden: una notita dejada en el portero eléctrico, una lata de gaseosa estrujada, recortes de periódicos, etc.
El lugar desbordaba de gente, y la mezcla de público era de lo más heterogénea.
Señoras de Barrio Norte, con peinados de peluquería, trajecitos sastre comprados en Claudia Larreta, y zapatos haciendo juego.
Un combo de colágeno, y rictus de frustración pequeño-burguesa, aderezado con un leve indicio de pertenencia al circuito del arte.
Este indicio podía consistir en una bolsa/cartera con el logo del MOMA, o una boina negra de costado.
Otro sector estaba compuesto por cincuentones divorciados (psicólogos, sociólogos, historiadores del arte, antropólogos), vestidos de negro, con ropas un poco raídas y zapatos sin lustrar, más el plus indispensable de anteojitos con marcos negros.
Éstos miraban las obras con desgano, interrumpiendo su lenta peregrinación, con comentarios agrios y con palabras extrapoladas de diccionarios filosóficos de los años ´60.
También había yuppies venidos de los countries, impecablemente vestidos, con trajes de Hugo Boss o Armani, en compañía de sus platinadas novias, cuyos nombres curiosamente comenzaban con M: María Pía, Majo, Malala, Maru, Mechi.
Estas chicas no tomaban champagne, y su lenguaje gestual se correspondía más a un desfile del BAF-WEEK que a una exhibición de arte contemporáneo.
El grupo más colorido era el de los “modernos”. Hacían gala de un derroche de ropas de feria americana, tuneadas con un look de hospicio psiquiátrico.
Las mujeres ocultaban su costado sexy, con polleras a la rodilla, y zapatos de reformatorio. Los hombres estaban prolijamente desaliñados. Barba de tres días, pelo revuelto y sucio, mirada empastillada.
Algunos grupos minoritarios: darks, gays intelectualoides con riñonera incaica, lesbianas con remeras con el logo “potencia tortillera” y la cabeza rapada, pibes de barrio en busca de alcohol gratis, empresarios con cuadros de Kuitca en su living combinando con el sofá que compraron en Ikea.
Todo este tumulto formaba parte de otra obra de arte; si se quiere de una instalación o de una perfomance grupal o de un muestrario sociológico en estado bruto (a gusto del consumidor).
Mientras observaba algunas de las instalaciones, vi entrar a una mujer de una edad indefinida. Podría tener 60, 70 u 80 años. Vestida con un tailleur violeta super-ajustado; stiletos de 15 cms, medias negras, y una cara que sería la envidia de Orlan.
Su rostro era una máscara tensada por cuerdas invisibles, que apenas habían dejado espacio para los orificios de los ojos, boca y nariz.
Su voz, aguda y nasal, invadió toda la sala, y se dirigió certera a la directora de la galería; moviendo ampulosamente las manos.
-¡Orly, qué buena colgada!-
Después supe que este comentario era para la muestra de Flavia Da Rin, que estaba en la otra sala de la galería. Junto a esta exclamación, se mezclaban otros comentarios.
Un grupo de yuppies denostaba violentamente las retenciones móviles a las exportaciones de soja; mientras que un señor con aspecto de funcionario decía: -El tango es la soja de los porteños-
Cuando apareció la primera bandeja de saladitos mi corazón se llenó de alegría, pero una chica dark me ganó de mano, seguida por una nube de señoras anoréxicas que se avalanzaron sobre el mozo, que casi trastabilla.
Sólo pude rescatar una copa de champagne; así que haciendo malabares fui hacia donde estaba Leo Estol, para saludarlo.
Una voz me retuvo –¿Nos vimos en el vernissage de León Ferrari o en el Malba para lo de Tarsila do Amaral?-
Me di vuelta y era Holy; una asidua concurrente a estos eventos. La saludé rápidamente, pero no pude avanzar porque me encontré con un compañero del gimnasio, el que nunca sospeché como interesado en el arte; más bien lo hacía adicto a la creatina.
Pasadas las once, estaba absolutamente borracho, y Leo Estol ya se había retirado. Casi no quedaba gente. En el medio de la sala estaba Holy, hablándole a un conocido artista vernáculo, amante de los ovnis y las drogas pesadas.
Con la poca dignidad que me quedaba salí y enfilé para el Florida Garden. Pedí un cortado, que el distraído mozo apoyó sobre el catálogo de Estol.
Una mancha de café desdibujó las letras de su nombre, mientras por la ventana del bar observaba una Buenos aires tan fantasmal como mágica.
Publicada en Bag Magazine
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