Año ’86. La revista se llamaba Diferentes y se vendía en los quioscos dentro de una bolsa de plástico. Lo más interesante era su sección de contactos. Se podía publicar un pequeño aviso, con una descripción somera del tipo de hombre y de relación que uno pretendía. Ese aviso llevaba un código y los interesados remitían su correspondencia (no había e-mail) a la redacción de la revista, que luego se ocupaba de la distribución de las cartas.
Publiqué un aviso. Al mes llegó a mi casa de Ramos Mejía, en la que aún vivía con mi madre, un enorme sobre papel madera con más de 100 cartas.
Todavía no me explico cómo me animé a hacer semejante movida. Supongo que el fuerte deseo de estar con otro hombre, las hormonas de los 20 años en ebullición y las ganas de independencia hicieron su trabajo.
Con las cartas en mi poder, me encerré en el baño para efectuar una preselección. Aprovechaba los momentos en que mi madre estaba en el trabajo para hacer mi tarea.
De las 5 cartas que elegí, la más llamativa era la de un tal Sergio. Era el único que se había atrevido a acompañar una foto. Era bellísimo.
Vivía en Brasil, pero estaba por un tiempo en la Argentina, ocupando un atelier en San Telmo.
Fue amor a primera vista, y durante un tiempo fuimos muy felices.
Nos encontrábamos todos los fines de semana y la cosa iba en aumento, tanto que habíamos decidido vivir juntos en Brasil. Al cabo de unos meses Sergio volvió a Río de Janeiro y seguimos la relación epistolarmente, pero manteniendo la promesa de convivencia.
Un sábado a la mañana un timbrazo me despertó. La primera impresión fue de alarma, porque las cartas de Sergio siempre venían en pequeños sobres blancos y ahora llegaba uno enorme con la catastrófica leyenda oblicua en azul y rojo: “Vía aérea”. Mi instinto me indicaba que ahí adentro no venían buenas noticias.
Efectivamente, casi como en un telegrama, Sergio me decía que no viajara a Brasil, que se había enamorado de otro, y que en unos días se iba a París porque un galerista había quedado deslumbrado con su obra e iba a armarle una nuestra en la Ciudad Luz.
Vi mi destino en manos del cartero (un Cupido discípulo de Marshall MacLuhan): el mismo que me trajo la carta que me permitió conocer el amor, me traía ahora la epístola del amargo desenlace.
Lloré a mares, pero le agradecí a Sergio la franqueza; porque este incidente amoroso fue un punto de inflexión en mi vida. Como dijo Hercules Poirot, el célebre detective de Agatha Christie: “La verdad es todo aquello que patea el tablero”.
*Publicada en el Suplemento Soy, de Página 12. [12/09/2008]
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/soy/1-312-2008-09-15.html
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