Un domingo por la tarde, cansado de estar frente a la computadora, decidí salir a dar una vuelta por el barrio.
Mi novio dormía la siesta (digo novio, pero no sé muy bien cómo llamarlo: “pareja” me parece muy psicobolche, “marido” muy en la lógica de los roles heterosexuales), y nuestra gata revisaba con minuciosa escrupulosidad las bolsas del supermercado.
A pocos metros de casa está la sede de Perfecta Libertad, una religión japonesa con raíces budistas.Estaban haciendo una gran kermesse, con feria del plato, sorteos, y hasta una exhibición de ikebana.
Ingresé y no me pude resistir al olorcito que venía de la parrilla. Me comí un choripán preparado por el asador correntino, que además es un experto en orquídeas, y tiene el grado de hokyoshi (es el asistente del reverendo).
En el salón había karaoke, donde unas chicas imitaban a Shakira sin demasiada gracia ni afinación. En el escenario el reverendo acomodaba una cartulina donde estaban escritos los preceptos fundamentales de esta religión, y en un costado, algunas mujeres pertenecientes al “Departamento de Damas” y que siguen el curso “Camino de la esposa”, practicaban la ceremonia del té.
Después de ver las previsibles ikebanas de señoras con buenas intenciones, y óptimo manejo de un kitsch inocente y barrial; salí de la kermesse y caminé derecho por Yrigoyen hasta Sarandí, doblando luego a la derecha.
No había nadie y todo tenía el aspecto de una escenografía cinematográfica.
Me puse los auriculares de mi mp3 y el efecto cine fue total. Cuando tarareaba un tema de Architecture in Helsinski (sirve de cortina para la publicidad de tortas Exquisita) divisé una casa con aspecto de feria americana. Me asomé al portón verde, y leí la placa de bronce que decía: Emaús.
Entré y había mucha gente revolviendo la ropa, buscando un look moderno sin gastar las sumas siderales de Palermo Soho.
En el jardín unos pajaritos escuálidos picoteaban las migas que dos chicos pecosos le habían tirado,mientras la rolliza madre estiraba hasta límites insospechados un diminuto vestido floreado, seguramente con la secreta esperanza que le entrara.
Me calcé nuevamente los auriculares, y seguí con mi modesta película, dominguera y de bajo presupuesto.
Es impresionante la mezcla de estilos que se advierte en las fachadas de las casas; algunas modestas y a medio terminar. Otras pretenciosas, mezclando en pocos metros cuadrados lajas tipo chalet de los Troncos, ladrillo a la vista, azulejos decorados, mármol, puertas con herraduras doradas y varios enanos de jardín. Tampoco faltan las edificaciones nuevas para jóvenes: pequeños departamentos de pésima calidad de aspecto minimal, y salón de usos múltiples.
Las más lindas son las casas antiguas, con puertas fabulosas y ventanas enormes que dejan ver ambientes amplios y confortables.
En medio de este aquelarre arquitectónico, encontré una casita con aspecto de pagoda. Era la Asociación Budista Argentina, y su templo Hompa-Honganji. Estaba cerrada; aunque se veían unos ojitos que indagaban desde el balcón del primer piso, y un gato negro que se paseaba por el falso tejado.
En una esquina, y como prueba del cosmopolitismo de esta ciudad, advertí el restaurante de la comunidad paraguaya. Estaba repleto de gente, y se escuchaba una banda que tocaba en vivo, mientras la gente se reía y comía. Los vidrios de las ventanas estaban empañados, y en el extremo superior izquierdo de la última, había una calcomanía gigantesca y multicolor del lago de Ipacaraí.
Absorto en la contemplación de esta escena, pisé una baldosa floja y trastabillé, cayendo frente al impasible mozo del restaurante paraguayo, que lanzó una seguidilla de palabras guaraníes, que a mí se sonaron a burda chanza.
En la cuadra siguiente pasé por dos pequeños teatros independientes, y una guardería infantil decorada con mariposas de yeso, pintadas por maestras jardineras espásticas y daltónicas.
Al llegar a avenida San Juan, doblé y apuré el paso para volver. Me detuve en un edificio enorme y derruido, porque en el cantero había una pequeña placa en cerámica blanca, recordando a un vecino desaparecido en la nefasta dictadura.
Cuando llegué a casa, Gustavo estaba absorto en la computadora con su nuevo descubrimiento llamado Second Life. Es un programa que crea un mundo virtual, donde cada participante elige una identidad bajo la forma de un “avatar” e interactúa con los otros. Los avatares son personajes en 3D completamente configurables, como así también los lugares que recorren. Se puede chatear, y hasta tener sexo virtual, entre otras cosas. Además su segundo atractivo más importante, es la posibilidad de crear objetos e intercambiar diversidad de productos virtuales a través de un mercado abierto, que tiene como moneda local, el Linden.
Saludé, pero ni siquiera me contestó, y eso que traía las medialunas de su panadería preferida.
Cada uno a su modo había decidido esa tarde de domingo salir a recorrer diferentes mundos posibles; yo con la ayuda de mis piernas, Gustavo con el mouse.
Mi novio dormía la siesta (digo novio, pero no sé muy bien cómo llamarlo: “pareja” me parece muy psicobolche, “marido” muy en la lógica de los roles heterosexuales), y nuestra gata revisaba con minuciosa escrupulosidad las bolsas del supermercado.
A pocos metros de casa está la sede de Perfecta Libertad, una religión japonesa con raíces budistas.Estaban haciendo una gran kermesse, con feria del plato, sorteos, y hasta una exhibición de ikebana.
Ingresé y no me pude resistir al olorcito que venía de la parrilla. Me comí un choripán preparado por el asador correntino, que además es un experto en orquídeas, y tiene el grado de hokyoshi (es el asistente del reverendo).
En el salón había karaoke, donde unas chicas imitaban a Shakira sin demasiada gracia ni afinación. En el escenario el reverendo acomodaba una cartulina donde estaban escritos los preceptos fundamentales de esta religión, y en un costado, algunas mujeres pertenecientes al “Departamento de Damas” y que siguen el curso “Camino de la esposa”, practicaban la ceremonia del té.
Después de ver las previsibles ikebanas de señoras con buenas intenciones, y óptimo manejo de un kitsch inocente y barrial; salí de la kermesse y caminé derecho por Yrigoyen hasta Sarandí, doblando luego a la derecha.
No había nadie y todo tenía el aspecto de una escenografía cinematográfica.
Me puse los auriculares de mi mp3 y el efecto cine fue total. Cuando tarareaba un tema de Architecture in Helsinski (sirve de cortina para la publicidad de tortas Exquisita) divisé una casa con aspecto de feria americana. Me asomé al portón verde, y leí la placa de bronce que decía: Emaús.
Entré y había mucha gente revolviendo la ropa, buscando un look moderno sin gastar las sumas siderales de Palermo Soho.
En el jardín unos pajaritos escuálidos picoteaban las migas que dos chicos pecosos le habían tirado,mientras la rolliza madre estiraba hasta límites insospechados un diminuto vestido floreado, seguramente con la secreta esperanza que le entrara.
Me calcé nuevamente los auriculares, y seguí con mi modesta película, dominguera y de bajo presupuesto.
Es impresionante la mezcla de estilos que se advierte en las fachadas de las casas; algunas modestas y a medio terminar. Otras pretenciosas, mezclando en pocos metros cuadrados lajas tipo chalet de los Troncos, ladrillo a la vista, azulejos decorados, mármol, puertas con herraduras doradas y varios enanos de jardín. Tampoco faltan las edificaciones nuevas para jóvenes: pequeños departamentos de pésima calidad de aspecto minimal, y salón de usos múltiples.
Las más lindas son las casas antiguas, con puertas fabulosas y ventanas enormes que dejan ver ambientes amplios y confortables.
En medio de este aquelarre arquitectónico, encontré una casita con aspecto de pagoda. Era la Asociación Budista Argentina, y su templo Hompa-Honganji. Estaba cerrada; aunque se veían unos ojitos que indagaban desde el balcón del primer piso, y un gato negro que se paseaba por el falso tejado.
En una esquina, y como prueba del cosmopolitismo de esta ciudad, advertí el restaurante de la comunidad paraguaya. Estaba repleto de gente, y se escuchaba una banda que tocaba en vivo, mientras la gente se reía y comía. Los vidrios de las ventanas estaban empañados, y en el extremo superior izquierdo de la última, había una calcomanía gigantesca y multicolor del lago de Ipacaraí.
Absorto en la contemplación de esta escena, pisé una baldosa floja y trastabillé, cayendo frente al impasible mozo del restaurante paraguayo, que lanzó una seguidilla de palabras guaraníes, que a mí se sonaron a burda chanza.
En la cuadra siguiente pasé por dos pequeños teatros independientes, y una guardería infantil decorada con mariposas de yeso, pintadas por maestras jardineras espásticas y daltónicas.
Al llegar a avenida San Juan, doblé y apuré el paso para volver. Me detuve en un edificio enorme y derruido, porque en el cantero había una pequeña placa en cerámica blanca, recordando a un vecino desaparecido en la nefasta dictadura.
Cuando llegué a casa, Gustavo estaba absorto en la computadora con su nuevo descubrimiento llamado Second Life. Es un programa que crea un mundo virtual, donde cada participante elige una identidad bajo la forma de un “avatar” e interactúa con los otros. Los avatares son personajes en 3D completamente configurables, como así también los lugares que recorren. Se puede chatear, y hasta tener sexo virtual, entre otras cosas. Además su segundo atractivo más importante, es la posibilidad de crear objetos e intercambiar diversidad de productos virtuales a través de un mercado abierto, que tiene como moneda local, el Linden.
Saludé, pero ni siquiera me contestó, y eso que traía las medialunas de su panadería preferida.
Cada uno a su modo había decidido esa tarde de domingo salir a recorrer diferentes mundos posibles; yo con la ayuda de mis piernas, Gustavo con el mouse.
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Publicada en la revista BAG.
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