© Alejandro Méndez

Hollywood a la vuelta de la esquina

Detesto ir al banco y hacer largas filas para cumplimentar trámites kafkianos. Me siento una cucaracha que sigue el paso de otras cucarachas igualmente aturdidas y disciplinadas. Esa mañana, era “el día después” de la entrega de los Oscar, así que estaba con mucho sueño por la trasnochada.
Tres niños esperaban a su madre, mientras ésta terminaba de pagar unas boletas. El más pequeño tomó un papel y armó un avioncito, frente a los gritos exultantes de sus hermanos.
Tomó envión y con tan mala puntería que el juguete casero fue a depositarse en la cabeza del cajero que sobresaltado no sabía si se trataba de un asalto o un mosquito insidioso, y con furioso gesto se lo sacó de encima.
El avión finalmente terminó en el bolsillo de mi mochila. Los chicos con la madre desaparecieron si dejar rastros. Abrí el papelito y era una promoción dos por uno, de un restaurant cercano que ofrecía sushi más pantalla gigante para ver los Oscar.
Abandoné el banco, y me detuve en el kiosco de diarios, ya se podían ver las primeras revistas, y todos los diarios con las consabidas fotos de la entrega de los premios. Llamó mi atención el diario El País: en la portada estaba la españolísima Penélope Cruz, con la estatuilla dorada en las manos, la misma que la noche anterior había hablado en un inglés que no tuvieron ni siquiera mis primas de La Coruña en sus peores momentos de su curso a distancia.
Antes de llegar a mi casa, pasé por un negocio ¨Todo por dos pesos¨ y en la vidriera junto con las fuentes de Feng shui, había unas pequeñas y horrendas reproducciones del Oscar hechas en plástico barato.
A la tarde fui al gimnasio, y nuevamente el tema de conversación no fue otro que el de los premios, el vestuario y la infaltable alfombra roja.
En la clase de power flex, en la que soy el único varón, rodeado de mujeres menopáusicas que apenas pueden flexionar la pierna, una de ellas comentó que había soñado con Hugh Jackman. Estaba tan entusiasmada con la charla, que se olvidó que en su mano tenía una mancuerna, y cuando levantó su brazo llevó en alto a la pequeña pesa, casi como si fuera una estrella de cine agradeciendo el lauro a mejor actriz de reparto. Parecía Sophia Loren, hasta tenía su mismo color de piel, el que a su vez se asemeja cada vez más al bronceado con soplete de su admirado diseñador Valentino, y también llevaba una peluca como la diva italiana parecida a la melena de Clarence –el león bizco de la serie televisiva Daktari-
Era evidente que todo se había teñido de una pátina hollywoodense, y que mi mirada estaba contaminada. La entrega de los Oscar es un clásico que todos los años reúne a millones de televidentes en el mundo entero.
El secreto de su constante atracción quizá sea que en una sola noche la magia del cine se potencia de manera tal que llega a encandilar a un público sediento de la utopía del séptimo arte.
Este año, a pesar de la tan cacareada crisis global, las limusinas negras volvieron a transportar a glamorosas divas, enfundadas en vestidos de marcas exclusivas; acompañadas por varios guardias de seguridad de las joyerías que les “prestaron” las bagatelas que pendían de sus orejas o ceñían sus farandulescos cuellos.
La noche anterior, un grupo de amigos nos habíamos reunido en casa para ver la ceremonia. Cada uno tenía una hojita donde anotaba a sus favoritos, para hacer sus apuestas. Mi amiga Fabiana, adoradora de la moda y arquitecta frustrada quedó enamorada del vestido que llevó Kate Winslet. Es más, mientras miraba de reojo la tele, encendió mi laptop y con el autocad empezó a dibujar el vestido. Estaba entusiasmadísima y me pidió que la acompañara, en la semana, a mirar telas por el Once.
Todos quedamos estupefactos con el irreconocible Mickey Rourke –más cerca de la caricatura que del gesto humano, y en la línea quirúrgico-alienígena de Michael Jackson-; aunque Beyoncé no se quedó atrás y fue tildada por mis amigos de jarrón humano, al igual que otra actriz ignota que llevaba por indumentaria una especie de origami futurista. Recordábamos que estos vestidos podrían perfectamente acompañar a los estrambóticos modelitos que solía lucir Cher; al cisne rosado, imposible de olvidar, que llevó puesto Bjork unos años atrás; o al pavo real que como espaldar de un no menos esperpéntico vestido detentó la humorista Margaret Cho.
Cada uno tenía sus favoritos, y hubo pocas coincidencias. La única unanimidad de la noche fue con la peli de Danny Boyle: Slumdog millonaire, así que aplaudimos rabiosamente cuando la Academia decidió premiarla como mejor película. Era conmovedor ver por la televisión a los vecinos del actor hindú y protagonista de la película mirar en un barrio bajo de Bombay, todos sentados en la calle y frente a una t.v. colocada sobre un tacho de basura, la entrega de los Oscar.
Trasnochamos hasta ver hasta el último minuto de transmisión, después cada uno partió raudamente a su casa.
En la mesa del living quedaron nuestras planillas con las anotaciones, junto a la pizza fría y el control remoto, esperando hasta el año próximo.

*
Publicada en la revista BAG

**

contacto@